sábado, 18 de septiembre de 2010

Un cuento

Se envolvió en su bufanda, como si quisiera ocultarse. Abrió la puerta de calle. Un golpe de aire frío castigó sus ojos y sus manos. Titubeó un instante antes de salir. Avanzó, completamente decidido. No había paso atrás posible. Por fin cortaría las barreras que le habían impedido convertirse en un auténtico hombre urbano. Quedaba, todavía, caminar hacia la parada, esperar el colectivo unos diez minutos promedio, viajar durante cuarenta o cincuenta minutos, caminar dos cuadras más, tocar timbre y esperar. En ese tiempo, Rubén pensaba discurrir y culminar su idea, plan que podría evaporarse en el aire si no lograba figurar, concretizar y solucionar diferentes coordenadas hipotéticas. Mientras tanto, un vapor parecía ocupar toda la superficie interna de su cabeza, tras el cual percibía las imágenes más horrendas y las más seductoras según su propia cosmovisión. La imprevisibilidad de lo que estaba a punto de suceder, junto con la absoluta certeza de que sus corazonadas eran la única respuesta a todos los dilemas universales, lo impulsaban a pesar de una sensación de desconocimiento del peso y el movimiento de su cuerpo. Cómodo en su disfraz invernal, tan abultado que le impedía tomar conciencia de sus extremidades, se ubicaba en una butaca virtual para admirar los espectros que en su mente lograrían, tal vez, la fórmula precisa. Mientras tanto, cientos de posibles escenas se desarrollaban detrás de la espesa y agobiante nube de su conciencia.
“¿Cómo no voy a tener miedo?”, pensó casi en voz alta, detenido en la parada del colectivo. Al sentir esas palabras tan vívidas, tan por delante de cualquier imagen mental o real, sintió una turbación que lo inquietó y lo regresó a la realidad. Inmediatamente notó que el no haber prestado demasiada atención al control de sus movimientos anteriores podría haber afectado su imagen pública. Sus gestos habrían sido tan elocuentes como los colores y figuras pasionales que habitaban su interior entonces, aunque no tanto como el lenguaje que gradualmente parecía animarse a metamorfosear sensaciones en realidades más concretas. Encendió un cigarrillo cuyo humo se confundía con el de su aliento helado, mientras observaba, sin hacerlo realmente, a las demás personas que pasaban o paraban junto a él; a los autos y colectivos entre los que, estaba seguro, aparecería el que esperaba y se iría antes de que llegara a darse cuenta de la coincidencia entre su esperanza y la realidad. Esa coincidencia que siempre le resultaba cierta, aunque en ese momento lamentara que así fuera. Pasó el 132; no logró la reacción requerida de la mano derecha, anonadada entre la nueva orden y el sostén del cigarro, tal cual había previsto que ocurriría aún antes de sacar la caja del bolsillo. Sin asombro, aceptó su maldición en silencio. En el laberinto de sus hilos mentales, cada momento era análogo a la tragedia inminente.
Miró por la ventanilla, sin poder recordar cuánto tiempo había estado ahí sentado. Faltaba, todavía. Los edificios, enormes, le daban la sensación de estar atiborrados de personas ateridas cuyas caras azuladas se frotaban con las de otros para apaliar el efecto de la temperatura y la soledad del alma. Porque no tenía ninguna duda de que, así como el hombre excedido en peso que acompañaba su paseo se encontraba tan cerca de él que podían verse como gemelos ignotos y ajenos, de esa misma manera todos los habitantes de la ciudad compartían esa tarde helada la cercanía táctil y el desconocimiento esencial de su vecino, de su familia, de sí mismos. Vacíos, de ideas, de sentimientos, robotizados dentro de una piel azul.
“Seguro. Seguro que es así.” Los labios marcaban el límite de la negación al razonamiento. Para lograr la fortaleza requerida debía obligarse a pensar en todas las alternativas y decidir cuál sería su reacción en cada caso. Un no a prueba de cualquier eventualidad, así debía ser. Lo más difícil era asumir una de las posibilidades, la más aterradora; la que, Casandra masculino, vaticinaba; la que, inconsciente humano al fin, trababa la puerta de la razón con el horror de su atisbo. Diez minutos más de viaje en colectivo y dos cuadras a pie para animarse a enfrentarlo como posible y clarificar sus respuestas.
“Aunque así sea. Porque no soy un culpable. Soy responsable de mi propia vida. No puedo volver atrás ahora. Por una vez, voy a ser respetable ante mí mismo. Tal vez también ante el mundo y ante los dioses eternos del Olimpo. La ciudad quiere hombres que hagan valer sus derechos, no que se subsuman ante cualquier súplica, ante cualquier irregularidad. La cosmopolita y enajenante ciudad quiere hombres duros, seguros, potentes, autosuficientes. No puedo depender, no puedo depender más. No puede ser que sigan dependiendo mi felicidad, mi deseo, mi desesperanza, de una situación inestable, fluctuante. No es no, y será no desde ahora y para siempre. Y si es así, y aunque así sea, lo siento. Realmente lo voy a sentir. Pero voy a ser hombre, un hombre de verdad.”
Masculló su discurso en voz no audible, pero el aire interno que desentumecía sus labios transmitía a esas afirmaciones el poder de convicción que necesitaba. No percibió a la mujer que tenía la vista fija en su boca con una curiosidad ridícula. No le importaba en ese momento que alguien notara que hablaba solo. Como otros tantos miles, millones de seres que habitaban la ciudad, con su mutismo, su enajenación, su stress necesario y honroso.
Al llegar a la puerta ya no había sombras en su mente ni palabras posibles. Todo era una cuestión de postura, maqueta de lo que él mismo había decidido ser.
-Devolveme mis cosas
-Pero, amor…
-Devolveme mis cosas. Si encontrás mi alma, devolvémela también. Si no, con mis cosas me conformo por ahora.
-Te vas…
-Me echaste
-Pero era…
-Pero era para seguir una y otra vez lo mismo. No puedo sostener más esto. Y no quiero hablar, no quiero mirar tus lágrimas, no quiero escuchar cómo te golpeás el pecho y te rasgás las vestimentas una vez más. Hagámoslo rápido, porque esta sí es la última vez. Dame las cosas.
-¡Pero amor no, no, por favor, hablemos, las cosas pueden cambiar!
-Me harté de tu histeria. Un día me amás como a nadie en el mundo, al otro día me echás y me impedís entrar en mi propia casa. Yo tengo una dignidad, ¿sabés? Tengo una posición social. En este momento estoy destruido, me siento terriblemente perdido, como siempre que pasa algo así.
-Y por eso, amor… pedime perdón y hablemos
-¿Perdón yo? Nunca me pregunté eso. ¿Por qué tengo que pedirte perdón por tu locura? Querés que venga, que esté, que te cuide, que te compre tus pelotudeces, que te acompañe a tus reuniones ridículas, que te pegue y ponga orden en la casa. Pero un buen día te volvés loca y me echás. Esta fue la tercera vez, la vencida. Yo ya no puedo más.
-No, no, no, perdoname, seguro que estuve mal yo… no tendrías que haberte ido, por ahí si me lo hacías entender en ese momento, si te quedabas, porque estaba mal, me puse mal, me saqué, no tendría que haber sido así
-¿Cómo te iba a hablar en ese momento si me estabas amenazando con echarme la pava entera hirviendo en la cara? ¿Sabés lo que decís, boluda? No, no quiero más, no puedo más. Tengo derecho a empezar de nuevo.
-Tenemos derecho.
-Tengo derecho. Vos hacé lo que quieras de tu vida. Ya no me importa, ya no quiero tener nada que ver. Mi destino está en otra parte, lo reconozco, lo acepto, y no puedo no seguirlo.
-Estoy embarazada.
Era así. Su premonición era acertada. La hipótesis correcta. Sin embargo, en el instante en que las palabras salieron de la boca de Magui el vértigo lo sumió en una sensación de sopor profundo del que no podía salir. El horror había hecho que tuviera en cuenta esa posibilidad, como el negro espectro de jirones de humo que había rondado alrededor de su cuerpo durante días. Pero el mismo horror había logrado que nunca hubiera puesto en palabras la idea. Nunca había imaginado a su Magui diciendo esas palabras. Todo ocurría ahora en cámara lenta. Sentía su propio rostro desfigurándose de sorpresa, pero en su interior la angustia se regocijaba en la certeza de su castigo profético, ganado tal vez por su hybris, su desorden vivencial terrenal; tal vez como karma sisífico por haber descubierto demasiadas verdades en alguna vida anterior. Marioneta del destino, de sus actos, de sus pasiones, depositó su cuerpo en un sillón sin poder reaccionar ante lo que ya sabía.
Ella lloraba, mirándolo. Al cabo de dos minutos, el malestar de su amado era lo suficientemente fuerte como para que ella olvidara cualquier insulto, cualquier golpe, cualquier amenaza de abandono. También la certeza de que su noticia había surtido el efecto que esperaba la obligaba a hacer “buena letra”. Le trajo un vaso de agua y otro de whisky, para que él eligiera. Se arrodilló a su lado, sonriendo, y le extendió ambos vasos. Intuición femenina, consejos de amigas, la pastilla olvidada alguna vez. En todo caso él se enojaría, la golpearía un poco, pero quedaba atado para siempre.
Rubén sabía que esa artimaña era muy popular entre las latinoamericanas machistas sometidas que no lograban creer que su vida dependía de ellas mismas, de sus sueños y sus fuerzas, del amor. Sabía que a muchas mujeres les costaba integrarse en ese sentir urbano. Sabía que muchas mujeres, que todas las mujeres que conocía, lo adoraban con mayor o menor distancia como a un ser omnipotente, capaz de insuflarles la vida, el sentido de la vida, los bienes materiales, los hijos, los zapatos. Las despreciaba. Despreciaba esas vidas inútiles que vagaban esperando un macho que las tratara como poca cosa, que las engañara para hacerles sentir. Porque fuera de las telenovelas, el sentimiento sólo aparecía con los celos, la tarjeta de crédito y los cachetazos. Despreciaba a todas las mujeres en cada una de ellas. Seres evidentemente inferiores, capaces de aberraciones como esa. Y sin embargo no podía vivir sin ellas. Nunca había podido hacerlo. Las necesitaba, necesitaba en algún momento un regazo donde llorar su borrachera, donde ser un nene golpeado por una vida que se burla de los soñadores. Necesitaba que lo necesitaran. Y volvía, siempre volvía pidiendo perdón en un circo eterno de pasiones.
La sonrisa de Magui fue tornándose más real. Reconoció la cara, la casa, su propio gesto sonriente, la lágrima de hombre que asomaba. Recordó también que ya había pensado una respuesta, recordó que se había prometido ser fiel a sí mismo. Vislumbró, en la súbita seriedad de la mujer, que estaba recobrando la cordura. Vislumbró, en la súbita pequeñez de la mujer, que él ya estaba en pie, listo para marchar.
Un grito mudo convirtió el rostro de Magui en una caricatura espantosa. Se tomaba la panza mientras su cara desaparecía tras las lágrimas. La miró, fijamente.
-Está bien, quedate con las cosas. Disfrútenlas. Vendé la ropa, si podés.
-¿Pero por qué? ¿por qué?
-Ella también está embarazada. Tres meses. No me jode, nunca me jodió. Tiene casa propia, menos gastos. Ah, fijate cómo arreglás lo del alquiler, ya se acerca fin de mes. Hoy hablo con la dueña, pero no creas que te van a dejar mucho tiempo. Suerte.

sábado, 4 de septiembre de 2010

¿vieron que de repente la vida deja de depender de uno? ¿Vieron que de repente todo lo que decís se te caga de risa en tu cara? ¿Vieron que de repente hablaste para que no te escuchara ni el viento? ¿Vieron que de repente lo único que podés hacer es decir que sí a lo que otros te proponen, mirada picarona, sabiendo que es justamente lo que juraste solemnemente no hacer? ¿Vieron?